Él

Un amor olvidado que en realidad nunca dejó de existir.

martes, 22 de noviembre de 2011

Ojos azules.

Esa tarde había empezado a llover. Sam se asomó a la ventana porque sabía que tarde o temprano pasaría por allí con su paraguas verde oscuro.
Solía pasar por allí por las tardes cuando se dirigía al parque a tocar con su vieja guitarra o a la tienda de música del barrio. Sam lo había visto por primera vez hacía unos 3 meses, y desde entonces no podía evitar el asomarse todas las tardes para verlo. Había algo en él que la atraía. Quizás fuera su aire despreocupado, sus ojos negros o esa forma de andar tan peculiar que tenía.
Llevaba mucho tiempo planteándose la idea de tener “un encuentro casual” con él, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Él se asustaría, no la conocía, pensaría que era una loca que lo llevaba espiando desde la ventana durante mucho tiempo. Ni siquiera sabría que existía. Solo tenía constancia de que un día alzó la vista y la vio apontocada en el alfeizar, pero nada más.
Algo dentro de la pequeña Sam le impulsaba a actuar, a sacar fuerza de sí misma para poder ser capaz de mirarle a los ojos y decirle lo que sentía cada vez que lo veía pasar por la calle. Cualquiera pensaría que estaba loca, pero ella era así, tenía la capacidad de ver dentro de las personas sin ni siquiera conocerlas, y se había enamorado de lo que había visto dentro de él.
Entonces, vio aparecer ese paraguas verde al fondo de la calle y un impulso recorrió todo su cuerpo. Era el momento.
Bajó deprisa las escaleras del edificio y se presentó en la calle con lo puesto y sin paraguas. Cuando él se encontraba cerca, sus pies se movieron como si tuvieran vida propia y la llevaron hasta el chico.
-Disculpa no tengo paraguas- dijo ella sonrojada.
Él esbozó una sonrisa.
-Soy Sam.
-Por fin te pongo nombre, ojos azules- su respuesta rompió todos los esquemas de Sam y le llenó de un sentimiento hasta ahora desconocido para ella.

Rebeca de Winter

Se alimentaba de las migajas de esos abrazos.

Era una chica temeraria, de esas cuya energía cabalga por sus venas, que sufre sobredosis de éxtasis cada dos por tres. Sus padres siempre decían que era muy poca cosa, pero ella era capaz de crear huracanes cada vez que estornudaba. Cada vez que la abrazaban lo hacían con una delicadeza extrema, con mucho cuidado para no romperla. Aunque ellos no sabían que sus huesos no estaban hechos de calcio, sino de acero inoxidable.

Le encantaba el riesgo. Solía pasarse todo el tiempo haciendo locuras. Siempre con la cabeza y el corazón bien camuflados entre las estrellas, y los pies bien enterrados en la arena. Uno de sus pasatiempos preferidos era subir a los árboles. Escalar por sus robustos troncos, haciéndose rasguños en las piernas y cortes en las manos. Le gustaba sentarse en la rama más alta y balancearse, retando a la gravedad. Entonces su corazón se aceleraba y la sangre bullía con más fuerza por su cuerpo. En ese momento toda ella se estremecía, como si en su interior estuvieran estallando fuegos artificiales.

Otra de sus travesuras era correr por el bosque que rodeaba la ciudad. Dejaba a sus piernas libres, y volaba cual ave rapaz. Su cabello se agitaba por el viento, sus músculos se ponían en tensión, mientras iba riendo a carcajadas y esquivando los árboles a una velocidad que difícilmente podía mantener. Su corazón se desbocaba, como un caballo salvaje al galope.

La sensatez brillaba por su ausencia en sus ojos. Esos ojos que, a pesar de estar en un cuerpo que desprendía vida por cada poro de la piel, tenían una mirada apagada. Y es que esa chispa tan sólo se encendía cada vez que se encontraba en peligro. Cada vez que el riesgo le arañaba el alma, transformándola en alguien diferente sólo por unos segundos. Esa sensación de frenesí era lo único que hacía a su corazón latir. Palpitar hasta desfallecer. Acelerarle el pulso. Bombear las cenizas de coraje que tenía desperdigadas por sus vasos sanguíneos. Ese valor que se escondía entre sus vértebras, en el fondo del estómago, bajo la lengua y en la punta de sus pestañas.

Ella sólo quería volver a palpar ese amor que un día sintió por él. Ese que él también juró sentir por ella, o eso susurraban cada mañana sus besos. Se había resignado a vivir una vida que duraba segundos, tras los que su corazón se quedaba inerte hasta que volvía a realizar otra locura. Por eso se dedicaba a recopilar escalofríos. A guardar espasmos de esa antigua emoción. A recordar que era compartir su almohada. A devolverle a su corazón algo de lo que un día fue. Aunque sólo fuesen restos de ese amor, migajas de esos abrazos, escombros de esos orgasmos, residuos de esos te quiero.