Él

Un amor olvidado que en realidad nunca dejó de existir.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Primera parte. La historia de Carson


CARSON.
Esta historia comienza un día cualquiera, en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera. Esta vez, he decidido empezar a contarla por el final.
Todo comienza, o termina en este caso, el día más triste de la vida de una persona. Si, lo has entendido, es una historia triste. Todo ocurrió aquel día…
Capítulo 1.
Un día soleado en una ciudad desconocida.
Carson se miró al espejo una vez más antes de salir por la puerta. Observó su rasgos uno a uno para comprobar que todo estaba perfecto. Era una de sus miles y millones de manías insoportables, observar ante el espejo, una y otra vez, todas y cada una de sus imperfecciones.
Aquel día su piel no estaba tan pálida como de costumbre. Los numerosos días que había acudido a la playa en aquel maravilloso viaje habían dado por fin su fruto. Sus labios estaban como siempre, finos y delgados. Los había heredado de su madre. Su labio inferior siempre sobresalía un poco hacia fuera, mientras que el superior, mucho más fino, era de menor tamaño. Eran algo que la caracterizaba, ya que viéndolos, todo el mundo sabía que eran los labios de Carson. En cambio, su nariz venía de la familia paterna. Era pequeña y respingona, algo que ella odiaba, además de, según ella, deforme.
Luego estaban sus ojos de ese color tan extraño. Nadie sabía identificar el color de su iris. Era una mezcla entre marrón en el borde, verde por el medio y una pupila, siempre un poco dilatada, rodeada de color azul. Como cada mañana, brillaban. Era una de las pocas partes de su propio cuerpo que agradaba a Carson. Por último estaba su pelo. Este era largo, voluminoso y de un color rojizo envidiable a cualquiera. No era el típico color zanahoria que todo el mundo piensa cuando le mencionan a una pelirroja, sino, un extraño, más oscuro y seductor. Carson siempre se lo peinaba hacia delante, cayendo por sus dos hombros y su flequillo no la dejaba ver su frente. El color del pelo era otra característica materna.
Después del examen corporal, sonrió. Carson no tenía, precisamente, una sonrisa bonita, pero tampoco era horrible. Sus dientes delanteros era demasiado grandes, pero, junto con el brillo de sus ojos, el dibujo que formaban sus finos labios no era del todo feo. Era, simplemente, una sonrisa normal. Ella en sí, con todos sus defectos y manías, era una persona normal.
Salió de su casa hacia la parada del autobús con los cascos e su walkman puestos. Adoraba escuchar música por la calle y olvidar todos esos insoportables ruidos que ocasiona la ciudad. I am woman es la canción que escucha, su canción preferida. Le trae muchos recuerdos. Buenos en su época, pero no está bien recordarlos.
Carson miró su reloj con impaciencia. ¿Por qué tardaba tanto el autobús? Llegaría tarde y, por ninguna circunstancia, podía llegar tarde. Tenía el primer ensayo con su nueva obra de teatro y quedaría fatal llegando tarde el primer día. La verdad ¿Por qué no había aceptado que Anthony la llevara? ¿Acaso no era su novio? Tal vez no le apetecía aguantarlo ya a aquellas horas de la mañana.
Por fin iba a actuar en un musical. Hacía años que no pisaba un escenario para hacer un dramón y la idea le entusiasmaba.
Por fin llegó el autobús. Mientras subía, su móvil empezó a emitir la melodía de I am woman. Era Rebeca, su prima de Inglaterra. Todos los veranos, Carson, iba una semana a verla y a pasar con ella las fiestas de su pequeña ciudad. Lo que le pareció extraño fue que estábamos en julio y ella siempre solía ir a finales de agosto. Extrañada, contestó al teléfono.


-Rebeca ¿Qué tal?
-Carson, tengo que contarte una cosa…-su tono era serio ¿Acababa de llorar?
-¿Rebeca? ¿Estás llorando? ¿Qué pasa?
-Mira, te lo voy a decir así, de golpe, sin rodeos ¿vale?
-Me estoy preocupando… ¿Qué es lo que pasa?
-Eric ha muerto.

viernes, 2 de septiembre de 2011

UNIVERSIDAD


Hoy es uno de esos días en que te levantas con pereza, sin ganas de ir a clase, sin ganas de salir de la cama, sin ganas tan siquiera de abrir los ojos. Pero entonces entra tu madre, levanta la persiana y con las manos en la cintura, te mira con reproche. Le dices claramente que no piensas levantarte de allí al menos en una semana. ¿Y qué te contesta? Que deberías empezar a desperezarte, que para algo te está pagando la Universidad. A ello le contestas que también te había pagado el instituto y habías sacado muy buenas notas. A lo que te salta que casi siempre suspendías las mates.
Y finalmente terminas por decir:
– Me iré a un lugar donde no me recuerden que odio las mates, es decir, a clase.
Ella pone cara de victoria y tú de resignación.
Ni siquiera esperé a mi hermano para ir a la Universidad. Digamos que andaba algo molesto, por no decir que se levantaba y se acostaba con la misma cara de malos humos. Ni mi padre había podido aguantarle por lo que nos mandó a pasar el fin de semana con nuestra madre (sí, aun siendo más que jóvenes adultos y responsables éramos como dos pelotas en un partido de tenis, para aquí y para allá todo el santo día). Estaba claro que Sergio estaba molesto por algo, y claro que era por largarme con Cristian delante de sus narices. Fijo que lo había visto todo desde la ventana aquella noche. Cotilla. Sabiendo lo que siento y pienso y todavía hacía aquellas chiquilladas. Y tampoco era de extrañar que Cristian se lo hubiera restregado o en una llamada o por messenger diciéndole “tu hermana estuvo en mi casa, bebida y estuve a punto de tirármela”. Si ése hubiese sido el caso, Sergio tendría los nudillos en carne viva y la foto de Cristian estaría en el periódico.
Cuando llegué al campus, con los pies destrozados – ¿por qué no iría en coche? –, ralenticé el paso. La facultad de Letras no se iba a mover de su sitio y ni iba a desaparecer… A no ser que de repente le cayera un meteorito encima… Posible era, probable…
Perdida en mis pensamientos y con el itinerante camino ya aprendido, mis pies me llevaban hasta mi lugar de destino. Esto no quería decir que mis pies supiesen de la existencia de obstáculos móviles y vivos a mi paso. Cuando quise darme cuenta, había chocado violentamente con un par de chicos, a los que se les cayeron los libros al suelo – era la típica escena americana en la que dos personas chocan y en la que todo lo que llevan en las manos se les cae, aunque lo tengan agarrado con pegamento –.
– ¡Ay, Dios! Lo siento – exclamé quedándome parada como una tonta. Había salido de mi ensimismamiento y no sabía qué hacer, si primero pedir disculpas y recogerles los libros, o recogerles los libros y pedirles disculpas, o recoger los libros mientras pedía disculpas.
– Mierda… – protestó uno de ellos, el más alto, el que parecía más molesto. Hizo un gesto con la cabeza y su compañero recogió todos los libros, aun cuando quise agacharme para hacerlo yo. Me miró con aires de superioridad, y no lo decía porque me sacara dos cabezas sino porque se veía que iba de chulo. – Ponte gafas, puta satánica.
Me fulminó con sus ojos castaños y pasó a mi lado golpeándome en el hombro. Su amigo el del pelo rojo, naranja y amarillo, que no había abierto la boca, me echó un vistazo rápido de arriba abajo y salió detrás de su compañero soltando una carcajada algo siniestra. Flipando, así fue como me quedé. ¿Puta satánica? Y me lo dice el que tenía pinta de nazi.
Eran como el Gordo y el Flaco, o mejor dicho, como David y Goliat: uno alto y fuerte con el pelo rapado y una personalidad dominante, y otro bajito y delgaducho con el pelo punkinizado y muy obediente y a la vez trastornado.
Negué con la cabeza. Era la primera vez que les veía por allí. Tal vez sólo hubieran ido a la biblioteca pero, sinceramente, chicos como ellos llevando libros no era algo que se viese todos los días ¿verdad? Me giré para verles una vez más. No eran extraños ni tampoco raros (aunque el bajito daba algo de miedo…), pero sí que eran unos completos desconocidos.
Me encogí de hombros. Ni que tuviera que conocer a todo el mundo cuando eres una anti-social.