Hoy es uno de esos días en que te levantas con pereza, sin ganas de ir a clase, sin ganas de salir de la cama, sin ganas tan siquiera de abrir los ojos. Pero entonces entra tu madre, levanta la persiana y con las manos en la cintura, te mira con reproche. Le dices claramente que no piensas levantarte de allí al menos en una semana. ¿Y qué te contesta? Que deberías empezar a desperezarte, que para algo te está pagando la Universidad. A ello le contestas que también te había pagado el instituto y habías sacado muy buenas notas. A lo que te salta que casi siempre suspendías las mates.
Y finalmente terminas por decir:
– Me iré a un lugar donde no me recuerden que odio las mates, es decir, a clase.
Ella pone cara de victoria y tú de resignación.

Cuando llegué al campus, con los pies destrozados – ¿por qué no iría en coche? –, ralenticé el paso. La facultad de Letras no se iba a mover de su sitio y ni iba a desaparecer… A no ser que de repente le cayera un meteorito encima… Posible era, probable…
Perdida en mis pensamientos y con el itinerante camino ya aprendido, mis pies me llevaban hasta mi lugar de destino. Esto no quería decir que mis pies supiesen de la existencia de obstáculos móviles y vivos a mi paso. Cuando quise darme cuenta, había chocado violentamente con un par de chicos, a los que se les cayeron los libros al suelo – era la típica escena americana en la que dos personas chocan y en la que todo lo que llevan en las manos se les cae, aunque lo tengan agarrado con pegamento –.
– ¡Ay, Dios! Lo siento – exclamé quedándome parada como una tonta. Había salido de mi ensimismamiento y no sabía qué hacer, si primero pedir disculpas y recogerles los libros, o recogerles los libros y pedirles disculpas, o recoger los libros mientras pedía disculpas.
– Mierda… – protestó uno de ellos, el más alto, el que parecía más molesto. Hizo un gesto con la cabeza y su compañero recogió todos los libros, aun cuando quise agacharme para hacerlo yo. Me miró con aires de superioridad, y no lo decía porque me sacara dos cabezas sino porque se veía que iba de chulo. – Ponte gafas, puta satánica.
Me fulminó con sus ojos castaños y pasó a mi lado golpeándome en el hombro. Su amigo el del pelo rojo, naranja y amarillo, que no había abierto la boca, me echó un vistazo rápido de arriba abajo y salió detrás de su compañero soltando una carcajada algo siniestra. Flipando, así fue como me quedé. ¿Puta satánica? Y me lo dice el que tenía pinta de nazi.
Eran como el Gordo y el Flaco, o mejor dicho, como David y Goliat: uno alto y fuerte con el pelo rapado y una personalidad dominante, y otro bajito y delgaducho con el pelo punkinizado y muy obediente y a la vez trastornado.
Negué con la cabeza. Era la primera vez que les veía por allí. Tal vez sólo hubieran ido a la biblioteca pero, sinceramente, chicos como ellos llevando libros no era algo que se viese todos los días ¿verdad? Me giré para verles una vez más. No eran extraños ni tampoco raros (aunque el bajito daba algo de miedo…), pero sí que eran unos completos desconocidos.
Me encogí de hombros. Ni que tuviera que conocer a todo el mundo cuando eres una anti-social.